“El tiempo es subjetivo, no existe. Vivimos en varias dimensiones simultáneamente”. Oímos cosas que se repiten y hasta cabeceamos que estamos de acuerdo pero ¿qué pasaría si nos las tomáramos en serio? De vez en cuando me atrevo. Este relato es, como todos, autobiográfico, del día en que decidí experimentar con esta variable inasible pero medible, que me mide, me ata y me libera.
La práctica de la meditación arrancó, como casi todo, por curiosidad científica. Le llamo así porque hubo lectura previa, método, prueba sistemática y errores correctores de rumbo. Lo saludable de este encare es que las metas surgen y se esfuman de acuerdo a mis propias inquietudes y voluntades. Pero vayamos al punto, que no es ese.
Una sucesión extensa de sueños premonitorios, una visión asombrosa durante una meditación y algunas aperturas de mis registros akáshicos confluyeron en que mirara de reojo, con ánimo investigador, pero sobre todo juguetón, al muchachito Tiempo. —¿Y si te invito a bailar un rato? —le consulté. Y me dio la impresión de que estuvo de acuerdo.
Luego de la relajación de rutina, habiendo logrado ese estado de conexión diferente, tuve la intención consciente de viajar hacia algún momento del pasado. Busqué un momento en mi niñez e inmediatamente, como si ella estuviese esperándolo con ansias, surgió la imagen de mí misma adentro del tronco del ombú que había al lado del arroyo. Yo tendría unos siete años.
Era el momento adecuado. La imagen comenzó siendo muy oscura, como desde adentro de mi escondite, pero se fue iluminando y poco después, o mucho antes, me encontré ahí, parada, a mis cuarenta y tres años, pensando cómo saludarme a mí misma y no asustarme. Eché un vistazo veloz pero ávido a los alrededores: incluso de adulta aquello se veía como una pequeña selva. Qué deleite volver a escuchar a los sapos y grillos, a las hojas agitadas por el viento, a un insecto zumbando no muy lejos y al arrullo del agua contra las rocas. Con los ojos de hoy aquello era un paraíso pero recordaba bien que con los de entonces distaba bastante de serlo. En ese instante conecté con aquellas emociones y me reclamó cierto esfuerzo no amalgamarme con ellas.
Ahí estaba yo, en la cara opuesta al hueco de entrada del ombú, y sabía que escondida y asustada, tímida y frágil, estaba yo misma treinta y seis años atrás. Tenía que encontrar alguna manera para no asustarme y sabía que no era fácil, así que hablé bien bajito y sintiendo un amor muy profundo:
—Permiso. Hola. No te asustes, por favor. Quiero hablar un poquito contigo. Vine a visitarte —dije.
Un par de teros pasaron gritando a voz en cuello, quién sabe diciéndose o diciéndole qué.
Rodeé un poco más el tronco y volví a hablar, bajito y con cuidado.
—Patricia, ¿estás? No puedo quedarme mucho pero quisiera hablarte de algunas cosas.
Cautelosa y muy suavemente apareció ese yo que ya no recordaba: flaquita, flaquita, con ojos asustados, redondos, y muchísimo pelo, largo, enrulado, enmarañado. “¡Qué carita de miedo, por favor!”, pensé. Y recordé tantas cosas.
Ella no habló. Solo asentía a lo que yo decía. Yo me presenté, le dije quién era, de cuándo venía, y que venía para ayudarnos a las dos. Le dije que se quedara muy tranquila que todo lo realmente importante nos salía bien en la vida, al menos hasta los cuarenta y tres, que era de cuando yo venía.
—¿Puedo sentarme un poquito en esta raíz? —le pregunté. Y asintió. Ella se sentó en el piso, frente a mí. ¡Era tan femenina y sus movimientos tan suaves!
Yo seguí hablando, con calma cuidada para ganar su confianza. —No sé cuánto tiempo pueda quedarme, así que quiero contarte algunas cosas. Es cierto que nos tocan vivir cosas difíciles y algunas muy dolorosas pero son esas mismas situaciones las que nos transformarán paulatina pero sostenidamente en una mujer con fortalezas importantes y con la capacidad de encontrar soluciones a las situaciones más variadas. Quédate tranquila que todo lo verdaderamente importante nos sale muy bien. Sí, nuestros padres se siguen peleando, incluso hoy, pero nosotras tomamos la distancia saludable para que no nos afecte demasiado. Y no, no te preocupes que no logran matarse. Gracias a esa independencia mitad elegida y mitad obligada las decisiones sobre nuestra vida las tomamos solo nosotras y logramos divertirnos mucho. Tenemos un hijo fantástico: el hijo ideal para nosotras. No es perfecto, claro está. Pero sí es perfecto para nosotras y lo amamos tanto que no se puede decir con palabras.
Mi yo chiquito sonrió y sus ojos ya no parecían estar viendo a un fantasma. Se notaba que se sentía cómoda también. Creo que me reconoció y debe haberle gustado lo que vio. Con su postura me pedía que siguiera. Y fue así que le conté algunas certezas más que sabía que necesitaba escuchar, pero cuidando de no arruinarle ni las lecciones ni las sorpresas.
Cuando empecé a dudar de cómo seguir, sentí que tenía que irme, así que, de apuro, le dije lo último, sin pensarlo: —Volveré a visitarte y si bien todavía soy nueva en esto de viajar en el tiempo, tengo la impresión de que si me necesitas y me llamas, yo lo sabré y vendré.
Ella me miró, ahora sí, como a una amiga de toda la vida.
Me arriesgué: —¿Puedo abrazarte?
Para mi enorme sorpresa se tiró en mis brazos y se quedó un rato largo y muy placentero junto a mi pecho. Le acaricié el pelo, le susurré que éramos buscadoras y que eso nos hacía personas valiosas, sobre todo para nosotras mismas.
Nos separamos, felices, y yo me interné entre aquellos árboles que sinceramente ya no recordaba. Al alejarme giré y me alegró ver que mi yo pequeño iba camino a casa. Ese árbol protegía pero aislaba demasiado.
Pocos pasos después volví a estar sentada en mi living, con el corazón bombeando lenta pero más firmemente que nunca. Y al rato, preparándome un té, pensé: “Ahora estoy empezando a entender por qué siempre tuve algunas certezas, como que tendría un hijo varón y que sería el hijo perfecto para mí”.