
Imagen de Josefina Tramontin
Encontré una carta que le escribió mi madre a la suya, a los cinco años de su partida de esta experiencia.
Ella escribe: «Hace ya cinco años y casi tres meses que falleciste y te tengo presente casi a diario. Si desde algún lugar en el universo puedes verme o sentirme, lo sabes muy bien».
También escribe lo siguiente: «Hoy comprendo lo que no pude en su momento, tu largo duelo por la muerte de tu madre y las lágrimas de abuela aunque ya hacía treinta años que había perdido a la suya».
Da la coincidencia que ella, mi mamá, falleció hace 5 años (ya casi 6) y ambas reflexiones son mías también. Infinitas veces en este tiempo me he preguntado cómo pudo ser que yo no comprendiera del todo su duelo por su madre y padre, y cómo pudo ser que yo no la haya acompañado mejor en ese dolor.
Me genera tristeza notar que no soy capaz de empatizar completamente con alguien hasta que yo misma no he vivido lo mismo en carne propia. Me genera gran disgusto saber que esto me seguirá pasando, por más atención que ponga para evitarlo.
Nuestra capacidad para imaginar lo no vivido es limitadísima. Ahí habita la soledad radical del ser humano.
Rebuscando en mis mails encontré 300 mensajes intercambiados, algunos de ellos pocos días antes de su despedida. Surge el asombro: qué embromada que es la memoria. Mis recuerdos son más bien de tirantez y desencuentros pero los mails retratan claramente una relación de diálogo armónico y amoroso de parte de las dos. Hay sí algún mensaje con ideas contrarias pero no son la mayoría e inclusive en ellos se siente el amor mutuo.
Cierro esta breve nota con dos reflexiones:
Quiero profundizar en la investigación de cómo empatizar con lo desconocido.
Por último, si el pensamiento es tan caprichoso y la memoria tan selectiva, si nuestra mirada está tan teñida por nuestras interpretaciones y creencias, ¿para qué nos los creemos tanto?
Que estén todos muy bien,
Patricia
Hoy es 4 de enero de 2025